Apocalipsis

Lloraba porque había tomado conciencia de que no hablaría con nadie más. Su única solución era hablar con él mismo por algunos días más hasta que su vida se acoplase con las personas que supieron existir. Ya no leería libros nuevos, escucharía las mismas canciones y vería las mismas películas una y otra vez.
Lloraba porque ya no sentiría el tacto de una persona para sentirse vivo. Su única forma de saber que vivía era esa. Ahora, está desvanecida en el tiempo y no tiene ninguna otra posibilidad más. Ahora, era únicamente él y el mundo. Los restos de una sociedad sufrida construida sobre ladrillos de maldad, desigualdad y violencia era lo único que podía ver.
Lloraba porque nunca había llorado. En una sociedad donde éste acto no entraba en lo que se consideraba “masculinidad”, encuadraba en lo femenino. Él nunca se animó a llorar porque eso significaba que, fingiendo fortaleza, era hombre. Esta idea, tan cuadrada y retrógrada, reinaba en la sociedad y él, inocentemente, la aceptaba. Pero como ya no había sociedad, él lloraba al entender todo lo que le era inherente a la misma.
En una carrera desesperada por llegar a la meta, o tensa por el miedo a morir, sus lágrimas corrían por su cara para llegar al suelo o impregnar su ropa. En el transcurso, algunas viajaban por el aire y otras por su piel; algunas viajaban solas y otras se juntaban para ser más fuertes.
Lloró por días hasta que vio que un brote se asomaba tímidamente desde el suelo. Ya había florecido: se encontraba ahí desde ya tiempo atrás, alimentándose de las lágrimas derramadas. Era la primera vez que él lo había visto. No le quedaba mucho más tiempo de vida. Lloró con la intención de que la flor creciera lo máximo posible, vaciando la vida de su cuerpo y depositándola en sus raíces.
Ya con un tamaño hermoso y una belleza que la sociedad jamás podrá apreciar, la flor lucía imponente. Con un olor a soledad extremadamente intenso, aromatizaría la ciudad donde nadie volvería a vivir.
A su lado, yacía un cuerpo sin vida.

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