Ante todo, juntos
Para mis viejos
Ventanillas bajas y un tango
sonando a los cuatro vientos, ellos estaban en el auto disfrutando de un viaje
hacia otra provincia. Ella le daba indicaciones erróneas apoyándose en un falso
sentido de ubicación, algo gracioso, pero a su vez molesto para él, que iba
manejando. Así que él iba cantando por encima de la grabación, sin darle
atención a su mujer. Le quedaban cuatro horas de viaje, pero ellos iban
sonriendo desde que sacaron el auto del estacionamiento.
El día estaba soleado, pero de la
misma manera que los minutos avanzaban, las nubes también lo hicieron hasta
robarse el color celeste del cielo, dándole un tono gris oscuro. Ella estaba
roncando, y él había bajado completamente el volumen de la música para apreciar
el ruido de las primeras gotas que estaban cayendo sobre el parabrisas. La
intensidad fue en aumento, hasta que comenzó a sentir como si estuviera
atravesando un campo de batalla y el auto era el blanco a tirar. Un diluvio
como pocas veces tuvo lugar. Además, el auto venía fallando de vez en cuando. Con
tres horas más por delante, el sintió como si el auto hubiera atravesado por
encima de dos minas explosivas en ese mismo campo. Ella, asustada, se despertó.
Él, mientras tanto, frenó y bajó a ver qué había ocurrido. Y, tal cual lo había
imaginado, dos gomas estaban pinchadas. Podía cambiar una; no tenía dos gomas
de auxilio. Así que cambió la que tenía disponible y quiso emprender el viaje
hasta la primera estación de servicio en tres ruedas, pero el auto no prendía.
No tenían batería, tenían una goma menos, hacía frío, llovía y ningún teléfono tenía
señal.
Lo primero que hizo fue tapar con
su campera a su mujer para que no pasase frío en la tarde lluviosa. No tenían
plan alguno, estaban desconcertados y lentamente la noche estaba tomando el
territorio, con el diluvio aún como invitado de honor. Así que decidieron dormir
dentro del auto y a la mañana ir caminando hacia la estación de servicio y
pedir una grúa. Ambos reclinaron sus asientos hacia atrás, se dieron un beso y
ella se durmió fácilmente tapándose con la campera de su esposo. Él no quiso
dormir, sino que pasó la noche protegiéndola y viéndola dormir. No sabía por
qué amaba ese momento, quizás porque al dormir se la veía más natural que en cualquier
otro escenario, o simplemente más tranquila y relajada. No sabía por qué amaba
ese momento, pero le llenaba el alma.
El diluvio frenó y le dio lugar
al sol en un amanecer más brillante que cualquier otro. Se asomaba por el
horizonte, hacia donde ellos dos tenían que ir caminando. Así que él la despertó,
agarraron sus abrigos, se tomaron de la mano y fueron caminando hacia la
estación. Ellos no lo sabían, pero estaban formando parte de una imagen tan
bella que era ideal para enmarcar. Dos sombras, tomadas de la mano, caminando
hacia la nada misma, teniendo su camino iluminado por el sol y comenzaron a
caminar numerosos kilómetros.
Ante la lluvia, él le dio su
abrigo para que se cubriera. Ante el calor, ella le dio el último sorbo de la
botella de agua que tenían. Ante el frío, él la abrazó fuertemente. Ante el
cansancio, ella frenó y lo cuidó. Ante el mundo, ellos lo enfrenaron a la par.
Ante el tiempo, ellos siguieron
juntos.
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