De dinosaurios y pinos

Ella estaba, con su hermanita menor, jugando en la playa. Carolina era la más grande y Sofía, la más chica. Les gustaba ese lugar, especialmente la orilla: la caricia del agua en sus tobillos les daba cosquillas y las hacía sentir vivas. Ya se habían aburrido de jugar en el jardín de su casa. Los juegos de mesa ya habían perdido su originalidad, los libros habían sido releídos infinitas veces: ya se habían cansado de acompañar a Alicia en su país de maravillas, sabían de memoria cómo abrir la cámara de los secretos y fueron espectadoras de lujo de la lucha del viejo contra los tiburones en el mar. Sin nada más que hacer en su casa, decidieron descubrir la arena.

Ahí estaban ellas, disfrutando del sol. Por cada hora que pasaban ahí, a Carolina se le aclaraba el pelo. Sofía, mientras tanto, no tenía noción del tiempo; su concentración estaba puesta en el balde que colgaba de sus dedos. Ahí ponía arena, caracoles y piedras. Pero para ella, iba recolectando tierra, perlas y animales. Ambas caminaron infinitos kilómetros para juntar pequeños habitantes para el balde. En un momento, Sofía pensó que había metido un pino y Carolina, tiernamente, le dijo que había metido un dinosaurio y que no había problema alguno con eso.

De a poco en un principio y después repentinamente, como la gota de agua que se desliza por una hoja, nubes negras dominaron al cielo. Con una irrespetuosidad notable, le sacaron el color esperanzador al día para oscurecerlo y amenazar con intenciones de diluvio. Al notar esto, Carolina y Sofía buscaron el camino de regreso, pero no lo encontraban. Dicen que, si hay algo que no tiene ni principio ni fin, es la arena. Como si fuera poco, además, estaba comenzando a entrar agua al balde lentamente. Juntas, como solían hacer todo, pusieron las manos que tenían libres como techo en el balde para evitar eso. Corrían con mucha dificultad, pero gran parte del agua que caía del cielo se deslizaba sobre sus manos para luego caer en la arena, así que valía la pena.

El viento comenzó a soplar con una intensidad tan imponente que lograba formar huracanes de arena y cambiarles la dirección a las olas del mar. Las chicas eran dos pequeñas mariposas intentando atravesar tempestades insoportables y dolorosas; la arena le dejaba marcas en la piel a cada una.  Sofía, llorando, no quería que su dinosaurio se muriera ni que sus perlas se arruinasen. No quería que su pequeño mundo se terminara con la lluvia. Para consolarla, Carolina le dijo que, tanto las perlas y el dinosaurio, habían podido sobrevivir miles de años y que un diluvio inútil no los iba a afectar. Pero el balde temblaba en la mano de la nena, en cualquier momento el viento se lo arrebataría.
Cuando cayó, Sofía estalló en lágrimas que caían sobre su mundo esparcido, confundiéndose con gotas de lluvia. Carolina la abrazó para tranquilizarla, pero no surtió tanto efecto. Sumado a esa tragedia, comenzaron a sentir unos fuertes movimientos en sus tobillos.

Miraron hacia abajo y presenciaron cómo el dinosaurio aumentaba de tamaño y el brillo de la perla, que logró iluminar el día bajo tanta lluvia, que estaba frenando. El juego que había comenzado como producto de la imaginación, se transformó en realidad. ¡Ay, ese poder tan desconocido de la mente y que sólo los niños pueden desenvolver sin problemas!
Con la perla atrapada en su puño de dedos suaves y chicos, Carolina y Sofía regresaron a casa subidas a su dinosaurio. Cuando entraron de nuevo a la casa, miraron por la ventana y su dinosaurio había desaparecido.


Sofía abrió su puño y la perla ya no estaba.

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