Ella estaba, con su hermanita menor, jugando en la playa. Carolina era la más grande y Sofía, la más chica. Les gustaba ese lugar, especialmente la orilla: la caricia del agua en sus tobillos les daba cosquillas y las hacía sentir vivas. Ya se habían aburrido de jugar en el jardín de su casa. Los juegos de mesa ya habían perdido su originalidad, los libros habían sido releídos infinitas veces: ya se habían cansado de acompañar a Alicia en su país de maravillas, sabían de memoria cómo abrir la cámara de los secretos y fueron espectadoras de lujo de la lucha del viejo contra los tiburones en el mar. Sin nada más que hacer en su casa, decidieron descubrir la arena. Ahí estaban ellas, disfrutando del sol. Por cada hora que pasaban ahí, a Carolina se le aclaraba el pelo. Sofía, mientras tanto, no tenía noción del tiempo; su concentración estaba puesta en el balde que colgaba de sus dedos. Ahí ponía arena, caracoles y piedras. Pero para ella, iba recolectando tierra, perlas y animales. ...